Secretos de un verano
Cuando éramos niñas, mi prima y yo solíamos visitar la playa en las tardecitas de verano, para poder respirar su salado aroma mientras charlábamos de todo aquello que, creíamos, era importante.
En uno de esos lejanos y deliciosos paseos de la infancia, vimos a una bella sirena que, con su larga cabellera extendida sobre la arena, dormía profundamente a la orilla del mar.
Las olas que rompían cerca de ella, jugaban alegres con su curiosa cola de pez.
Asombradísimas, nos acercamos lentamente para verla de cerca.
“Mis ojos me engañan”, dije con voz temblorosa mientras extendía una mano para tocar su frente.
La sirena despertó sobresaltada y, conteniendo un grito entre sus labios, se incorporó lo suficiente como para observarnos con detenimiento.
“Es una suerte que la playa esté vacía”, murmuró mi prima fingiendo tranquilidad y ofreciéndome una mirada furtiva, aunque sin dejar de prestar atención a la presencia de aquella figura, que se presentaba ante nosotras como un soñado personaje de cuentos.
Una salada brisa marina meció repentinamente los delicados cabellos de la sirenita.
Nunca había imaginado que uno de esos misteriosos seres pudiese tener los cabellos de múltiples colores, pero así los tenía esta sirena, y al moverse parecían producir unos extraños efectos luminosos.
-¿Cuál es tu nombre?, le pregunté dulcemente, y me senté junto a ella en la arena, procurando ser muy cuidadosa para no asustarla. Mi prima hizo lo mismo.
-Sólo puedo pronunciarlo en el lenguaje del mar, respondió suspirando.
Jamás había oído una voz tan dulce como aquella. . .
-Cierren los ojos y escuchen, agregó.
Obedecí cerrando mis ojos lentamente, con temor de que al abrirlos descubriera que todo había sido un bonito sueño.
No se oía más que el tranquilo rumor de la mar, y el sonido de la espuma que dejaban las olas al romper sobre la costa, pero enseguida supe su nombre, lo supe, aunque sería incapaz de repetirlo con palabras.
Unos instantes más tarde vi que ambas estaban sonriendo, mientras mi prima abría sus ojos lentamente.
-Es hermoso, comenté en voz baja, aún sorprendida por haber podido adivinar aquel extraño lenguaje.
De pronto me estremecí al percibir unas voces lejanas. . .
A una distancia considerable, una risueña pareja de novios que paseaban abrazados, pasó por entre las rocas sin percatarse de la aventura que unas niñas estaban viviendo a la orilla de la mar. . .
Pronto continuaron su camino, desapareciendo en la lejanía.
-Amigas, ahora escuchen muy bien lo que voy a decir. . .
La voz de la sirena se perdía en la brisa mientras recorría el océano con sus grandes ojos azules, como si intentase abarcarlo todo en una mirada.
-Por mi descuido al haber sido descubierta por ustedes, he decidido cumplir un deseo a cada una, siempre y cuando aquello que pidan sea para bien.
Luego permaneció en silencio mirando el horizonte, a la espera de nuestras peticiones…
Mi prima contempló el mar durante algunos momentos, pensativa.
Finalmente se acercó a la sirenita y le susurró algo al oído.
-Muy bien, respondió en tono suave, mañana cuando despiertes de tu sueño nocturno, el deseo estará cumplido.
Una expresión de inmensa alegría iluminó el rostro de mi prima.
Entonces llegó mi turno para pedir el deseo. . .
-Quisiera trenzar tu cabello, dije tímidamente a la sirena mientras ella me sonreía con ternura.
Al oír mis palabras, ésta se dejó arrastrar por las olas y comenzó a nadar mar adentro, sumergiéndose más tarde hasta desaparecer bajo las aguas.
Una lágrima tibia rodaba por mi mejilla izquierda cuando la vimos aparecer nuevamente.
Nadó hasta la orilla, apretando entre sus dedos un objeto que luego me entregó sonriendo alegremente. Era un bonito peine de nácar.
-Péiname, dijo, e hílame la trenza, pero recuerda que no tenemos mucho tiempo, pronto anochecerá.
Con mucha suavidad, comencé a cepillar sus coloridos y larguísimos cabellos. . .
Mi prima observaba embelesada, mientras nuestra nueva amiga le contaba maravillosas historias y anécdotas de sus aventuras en el mar.
Fui construyendo la larga trenza con sumo cuidado, procurando que quedase muy firme y perfectamente tejida.
Al terminar, desaté con una mano mi peinado y utilicé la misma cinta color lila para atar la trenza de la sirenita.
Luego abrí rápidamente mi pequeño bolso y tomé un espejo de mano con marco dorado que llevaba siempre conmigo.
Se lo ofrecí para que se contemplase en él, al tiempo que le acomodaba la gruesa trenza por encima del hombro. Ésta se extendía por la arena hasta tocar la blanca espuma del mar, y se alargaba más allá hasta perderse entre las olas.
La sirena permaneció largo rato contemplándose en el pequeño espejo, mientras sonreía emocionada.
-Guárdalo como recuerdo, le dije ya presintiendo el sabor amargo de la despedida.
-¡Gracias!, me respondió contenta. Lo utilizaré cada vez que cepille mi cabellera.
-¡Lo utilizarás todo el tiempo!, exclamó mi prima recordando la afición de estos maravillosos seres a cepillar sus melenas.
Las tres reímos alegres.
-Tú conserva el peine de nácar, dijo finalmente nuestra amiga, ése será mi humilde obsequio.
Lo guardé como un tesoro dentro de mi pequeño bolso. Me cepillaría el cabello con ese peine todas las mañanas, y él me traería el aroma de lo vivido en esa tarde de verano que jamás olvidaría.
Sin poder salir de nuestro asombro, mi prima y yo observamos cómo la sirena examinaba con atención los detalles marinos de la extraña blusa que le cubría el torso. Estaba hecha de perlas, caparazones de moluscos y pequeñas caracolas.
En un rápido movimiento, extrajo varias de las piezas que, perfectamente amalgamadas, formaban parte de esta particular prenda de vestir.
Sonriendo dulcemente se las ofreció a mi prima, quien las tomó agradecida y se apresuró a guardarlas dentro de un bolsillo de su camisa blanca.
Se trataba de perlas de diferentes colores y tamaños.
Inmediatamente mi prima se quitó de la mano derecha el único anillo que poseía, y lo colocó en un dedo de la sirenita. Lo había ganado como premio en una fiesta escolar, y jamás se separaba de él, pero sonrió entusiasmada al observar lo hermoso que lucía en la mano izquierda de nuestra amiga.
Cerré los ojos por un momento y respiré profundamente.
Ya no se oían los cantos de las gaviotas.
Entonces, recordando viejas historias soñadas en mis tardes de lectura, le pregunté si era verdad que las sirenas sabían cantar. . .
Fue así como, con su dulcísima voz, nos enseñó una hermosa canción marina que desconocíamos. Nos esforzamos por memorizarla, y aquella canción fue, más tarde, nuestra favorita durante los alegres momentos de la adolescencia.
La luna plateada ya lucía redonda en el cielo, y se reflejaba majestuosa en las aguas del mar.
Con cierta tristeza, nos despedimos de la sirena, prometiéndole que guardaríamos por siempre el secreto de ese feliz encuentro.
De pie sobre la playa y tomadas de la mano, ambas permanecimos un largo instante contemplando a la sirena que, con gracia y agilidad se alejaba jugando sobre las olas.
Su trenza multicolor serpenteaba en las aguas provocando bonitos destellos bajo la luz de la luna llena.
Nadó hasta perderse de vista en el horizonte. . . y jamás volvimos a saber de ella.
En absoluto silencio, emprendimos nuestro camino de regreso a casa de mis tíos, quienes seguramente estarían preocupados por nuestra tardanza.
Sol Benítez. Uruguay.
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